Pánico (¡pánico!) a una muerte ridícula
Ayer me desperté, tarde para no variar, pero con la idea clara de que me iba a poner el vestido militar. Algo es algo, ese tiempo de indecisión que me ahorro, me dije. Así que me planté los pitillo, las victoria, me maquillé lo justo para no preocupar a la gente y por último me embutí en él. En ese preciso momento recordé por qué llevaba castigado en el armario desde hacía más de un año, dios. Ese entramado de pinzas en el talle, bajo las tetas, en las caderas... definitivamente no es compatible con el algodón de combate más grueso sin una pizca de lycra, ni un triste uno por ciento de elastán siquiera. Quin vestit tan xulo portes avui, me dijeron mis compañeras. Sí, sí, es muy mono. Prácticamente no te permite rascarte la nariz, pero es mono de cojones.
Al salir del trabajo coincidí con E., mi compi siniestra. Fem unes birres? Ok, fem unes birres. Las birras es lo que tienen, que provocan locuacidad y siempre vienen, como mínimo, de dos en dos. Así, acabé llegando a las diez de la noche a casa, con la duda de si iba a poder deshacerme del vestido o por el contrario nos veríamos condenados a convivir de por vida.
Lógicamente, al llegar lo primero que hice fue ir al lavabo y comenzar la operación despelote. Mi hermano estaba siendo bombardeado por conversaciones online en la habitación de enfrente, y tras varios minutos de lucha y con una crisis de ansiedad ya en ciernes, me planté delante suyo, desesperada, con las mangas quitadas y el resto del aparato de tortura medieval aprisionándome la cintura. Qué cinturón de castidad ni qué ocho cuartos, a ver quién es el guapo que me folla llevando eso puesto. La habitual cara mezcla de sorpresa, superioridad e ironía que me dedica mi hermano cuando le vengo con una de las mías esta vez no tenía parangón. Pero como yo estaba al borde de las lágrimas supongo que se contuvo un poco y accedió a ayudarme rápidamente, sin levantarse de la silla, eso sí. Y eso, aunque es cierto que nos separan unos buenos veinticinco centímetros, me llevó a acuclillarme ante él para que así la operación de arrastre vertical fuera más sencilla. Con lo que no contábamos era con que la relación tamaño-fuerza es impepinable, así que en el último estirón acabé de culo en el suelo, empotrándome contra el radiador a mi espalda. El golpe fue tal que inicialmente, solo inicialmente, mi hermano ni se rió.
Ni lo he puesto a lavar siquiera. Ahí está, de nuevo en el armario del que nunca debió salir, detrás de las minifaldas, la camisa de seda color turquesa y los trapos que menos me pongo. Hasta que me olvide de nuevo del por qué...
2 comentarios:
Alégrate de que te pasase en casa y no en un probador (o en otra situacion, you know)...
I know, I know... je. ;p
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