Mañana será otro día, y pasado otro distinto

Si bien es cierto que nunca me he tenido en muy alta estima, también lo es que con los años hay golpes que han ido dejando de doler, heridas que a base de soplar ya no pican, y ya quedaron muy atrás cosas como las pastillas saciantes o los dedos en la garganta, por ejemplo. Algo es algo. Y aunque a veces sea capaz de pasarme una semana prácticamente sin comer, la verdad verdadera es que ya no me doy miedo.

Pero mi madre, por haberme parido y amamantado y haberme soportado estoica en mi adolescencia, tiene el derecho y el poder de ponerme en mi sitio, aunque cuando me suelta una verdad, una de esas que nadie más tiene cojones a soltarme, me molesta, claro. Y me indigno, a pesar de que no le diga nada; al colgar el teléfono hincho las fosas nasales con gesto altivo y meneo la cabeza de un lado a otro. Luego, al cabo de dos días, mis actos le dan toda la razón y un poquito más, y me convierto en una arpía borracha, egoísta y egocéntrica, no sé en qué orden. Vuelvo a tropezar con mi impaciencia, esa absurda sensación de ahora o nunca que tantas veces me metió en líos en el pasado y que, ahora que rechacé la protección que la rutina me brindaba, compruebo atónita que sigue intacta. Ahí está la piedra, en el mismo sitio de siempre, en medio del camino, pero ni la salto ni la rodeo porque ando mirándome el ombligo y así lo raro es que aún no me haya partido la crisma.

Pero decía que ya no me doy miedo, y es verdad. Porque ahora que soy mayor he aprendido a encoger los hombros; sé agachar la cabeza y pedir perdón. Que lo obtenga o incluso que lo merezca es harina de otro costal, por supuesto, pero quién sabe, a lo mejor un día soy capaz de evitar mis propias piedras, o incluso de cogerlas y lanzárselas a mis perros para que jueguen.