sábado, 22 de diciembre de 2007

Los pececillos naranjas nadaban despacico bajo la capa de hielo del lago de El Retiro


Me reí como una condenada cuando llegué a nuestra pensión y les expliqué a mis compañeras cómo, al coger un taxi al vuelo saliendo de su casa, le grité al chico griego ¡Telémaco, que me voy! De hecho, a día de ayer, todavía nos despedimos así entre nosotras. Y también mientras L., con ese castellano suyo totalmente palatal, mantenía una conversación a dos bandas con el señor del puesto de tebeos antiguos de El Rastro, por un lado, y su padre al móvil por el otro, traduciendo las descripciones que éste le iba haciendo para encontrar la colección exacta de la que le faltaban un par de números... ahí casi me meo. O cuando le preguntamos a aquel otro señor por el precio del poste metálico que estaba perfectamente camuflado entre los cachivaches de su tenderete, tras haberse pegado L. un atracón de ellos, de esos que llegan a la altura de la cadera y que están repartidos por toda la ciudad para evitar, digo yo, que vayamos cayendo uno tras otro a la calzada (M. es que es más discreta, pero éramos tres iniciales en Madrid) .
Pero qué difíciles de pasar por alto son los matices, eh. Yo lo consigo, pero siendo consciente del esfuerzo. Es que compartir la percepción de los matices marca la diferencia de una manera asombrosa.

1 comentario:

Blasfuemia dijo...

"Es que compartir la percepción de los matices marca la diferencia de una manera asombrosa."

Para enmarcar, niña. Marca la diferencia o hace cercanías.