martes, 6 de enero de 2009

El invierno no da miedo

Ahí fuera, todo gris y blanco sucio; y blanco blanco, blanco limpio, nieve blanca como la nieve. Se rompe bajo mis pasos como todo se rompe, de repente y por sorpresa, pero yo camino. Graznan los cuervos negros, y los que tienen el pecho gris también. Amanece temprano y púrpura sobre las chimeneas humeantes, y los presentadores de televisión gesticulan palabras no del todo incomprensibles si las miras atentamente. Necesito un pañuelo a cada paso, es por la condensación, pero no tengo, así que surnio y surnio como una cantinela; mi estribillo es un surnido. (Mejor será si me repaso las uñas de negro, que están un poco descascarilladas ya). Yo imaginaba y no, claro, eso siempre me pasa; naturaleza imaginativa, bah, ya te pueden ir jodiendo. Me como mi timidez, me la trago ayudándome de vino hervido con miel y clavo, que así pasa mucho mejor, dónde va a parar, como los buenos días con sabor de menta. La panadera sonríe orgullosa porque sabe decir doce, pero uno y medio es demasiado complicado... No importa, le digo yo, no importa para nada. Qué va a importar. Retumban los cohetes pero no es la guerra, es que esto ya se acaba. Solamente los perros no lo saben y aúllan, y algunos hombres tampoco y también; hombres sonrientes con caras de niño surcadas de arrugas que se esconden en una mentira anfetamínica para que todo parezca bien. Como yo, como todos. Y tumbas nevadas, apareadas, sin apenas espacio entre ellas; llorar una muerte no es nada íntimo aquí. Me dicen nombre y credo, hasta su rostro me muestran, y yo les respondo muchas gracias, muertos, no teníais por qué, pero vaya si os lo agradezco. Me hundo hasta media pantorrilla en una invisible fosa blanca y no, el invierno no da miedo.

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Deja por favor que yo decida, sumergida en ellos, de qué color son tus ojos. Me anclaré en tus pupilas y miraré alrededor muy fijamente hasta cerciorarme del todo. Deja que aspire esos labios que me devoran desde los tobillos, será sólo un momento, lo prometo; y aunque los muerda un poco te los devolveré casi intactos. Deja, por favor te lo pido, que acaricie muy fuerte las callosas palmas de tus manos, que las frote con mis nudillos y con la yema de los dedos. Luego, si quieres, puedes exfoliarme entera con ellas. Deja, anda, por favor, deja que me hunda en tu pecho y en tus sobacos y en tu ombligo y más abajo, y que aspire tan, tan hondo que tu olor se quede conmigo cuando ya me haya ido.

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No quiero comer y no como. Mejor me siento aquí en una esquina hasta que mi culo sea una masa insensible nada más, aquí, junto a la cinta transportadora. Cómo me alivia no entenderos, oíros farfullar palabras que para mí podríais estar inventándoos porque me iba a dar igual. Tampoco vosotros me entendéis a mí, pero bah, no es que importe, nada de lo que escribo aquí importa una vez escrito. Es sólo un modo de digerir esta tristeza que me tapona la boca del estómago, impidiéndome comer; sube por el esófago y por la tráquea hasta la garganta, antesala del vómito, que siempre se me dio bien vomitar tristezas. Y tal como llega se irá, transformada. Que la tristeza no se crea ni se destruye, muta.

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Y abajo llueve y se está frío. Pero aquí hace tanto sol, coño, el sol más brillante del mundo es éste, y las nubes son chorrazos infinitos de espuma para el pelo en modo pausa. Sólo algunas cimas de montañas cabreadas, acá y allá, se atreven a rasgarlas.

lunes, 1 de diciembre de 2008

¿Es que nadie me va a decir nunca que hurgarse la nariz está pero que muy feo...?

Tú me hablas con tanta seriedad, de cosas tan importantes, tan trascendentes que asustan, y yo me saco un moco. No, no, no es una metáfora; con el dedo índice buceo en mis fosas nasales, dedicando especial atención a los alrededores del arete de plata, y saco burillas de ellas. Luego, pues las tiro al suelo, a ver qué voy a hacer si no, si es que no las necesito para nada.
Y no creas que es una falta de respeto, que no atiendo a todas y cada una de las palabras que vocalizan tus labios finos y pálidos. Qué va, todo lo contrario. Éstos, cariño mío, son mis mocos de pensar.

lunes, 15 de septiembre de 2008

Ahí

Encerrada en la cueva con la puerta abierta, estoy ahí. Hago como la que no sabe, y dejo que mi estómago me guíe. Él nunca se equivoca; si acaso lo parece, pero qué va. Me tumbo allá donde me place y escucho a Jens Lekman y todo está bien porque mi estómago lo dice.
Entonces subo al tranvía y abro el broche que ha estado sujetando hasta ese momento el cuello de mi abrigo de lana, y respiro. Sentada en paralelo, me subo los calentadores hasta las rodillas y me quito las bambas para asegurarme de que los dedos de mis pies efectivamente siguen en su sitio.
Me giro y hago un hueco en el vaho de la ventana para mirar, todo gris y blanco sucio, lo que hay allá, afuera.

martes, 9 de septiembre de 2008

Last night I made blue pancakes... They didn't taste blue.

Qué guay poder estar un color. ¡Serlo...! Hasta parecerlo sería la hostia.
Soy azul. Dabadí Dabadá. (Si fuese verde me moriría).

domingo, 24 de agosto de 2008

Mientras, camino. Mientras camino.


Cuando me siento feliz no escribo más que chorradas felices, así que a ver. Pero es que los mosquitos han tenido su festín entre los dedos de mis manos y en mis piernas y en mi culo y ahora no puedo dormir, aunque es una madrugada esta de grillos y coches que pasan como canciones monótonas por esa carretera que no tiene curvas pero sí vías centrales. Creo que los mosquitos siguen comiéndome mientras escribo sentada en el alféizar pero ya da igual. Los postes del tendido eléctrico del tranvía juegan al conejo de la suerte, pero qué serios les miran los edificios comunistas que hay a los lados. No aprueban en absoluto su libertina actitud. Hoy es una de esas noches en que tengo la sensación de que me vigilan. Bueno, que me contemplan, que no tiene una connotación tan de malas intenciones. Aunque podría sentir lo mismo a las tres de la tarde o a las once de la mañana, eso es lo de menos. Debe de ser la novedad del insomnio. Se me juntan las letras unas con otras en un baile caótico y no veo lo que escribo, no hay luz. No sé si debería deslizarme silenciosa en la otra cama, a lo mejor él consigue que deje de prestar atención a los trenes que pasan. Entonces igual puedo dormirme.

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Hay dos bolsas de plástico persiguiéndose alrededor de un abeto. Hace tanto viento que las olas en la hierba son altísimas; si no fuese porque son verdes y tienen flores me darían miedo. Pero tienen flores, pobrecitas.
Ha llovido y tronado y relampagueado, y el calor era pegajoso mientras bebíamos vino blanco en esas copas tan bonitas. Creo que los árboles no van a poder estar rectos nunca más, tanto los ha ladeado el viento. Ruge, ruge. Qué miedo debe dar el invierno aquí. Parece que me vaya a caer; estoy dentro, estoy a salvo, pero aúlla tan fuerte y todo se mueve tan violentamente ahí fuera que quién sabe si no quiere que salga a bailar yo también. Oh. Relámpagos otra vez. Hay sitios que no están hechos para el verano, porque tienen los ojos claros y siempre están enfadados; tienen que fruncir el ceño cuando les da el sol. Hay chimeneas, varias, muchas. Chimeneas de fábricas esparcidas por la ciudad. Qué frío es todo, cómo me gusta. ¿Puede nevar en agosto? Anda, nieva, por favor.
Me resulta curioso que todo se mueva menos las nubes; es como una de esas pelis en blanco y negro cuando los actores van en coche y mueven el volante de un lado a otro, sin mirar la carretera, y los cambios en el paisaje que se ve a través de las ventanillas no se corresponden a los movimientos del conductor. No sé nada sobre nubes, no sé, a lo mejor es que están demasiado altas y el viento no las alcanza, o a lo mejor es que pesan demasiado. Yo qué sé. Ayer vi un erizo desde la ventana. En realidad no sé si era un erizo, primero pensé que era una rata pero caminaba demasiado despacio, y entonces él me dijo "no, es un erizo". Un erizo era, pues. Hoy no creo que le vea, yo no saldría si fuera él.
Relámpagos, relámpagos, pero no hay truenos.


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Trenes arriba y abajo. Trenes de pies encima del asiento delantero, de ventanas abiertas y vagones para fumadores. Fumar mirando el mundo pasar desde la ventana de un tren es posiblemente una de las cosas más melancólicas y románticas que se puedan hacer. Arriba y abajo, arriba y abajo. Del oeste de Hungría al este de Eslovaquia, y al oeste de Eslovaquia, y al este de Hungría y al oeste de Hungría otra vez.

Trenes de revisor con gorra de plato, trenes cómodos en los que dormir apoyados uno encima del otro, trenes de polvo furtivo en el lavabo.
Se hace de noche y seguimos en un tren, y todo sigue pasando deprisa ahí fuera, pero oscuro. Y, en realidad, yo no quiero bajarme nunca.

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Al final sí volví a ver al erizo. Hace días ya, pero es que yo sigo acordándome porque como dice él soy una niña de ciudad y para mí ver un erizo es como ver un unicornio casi.
Salió con la tormenta eléctrica, el muy valiente. Volvíamos de nuestro paseo y cuando él me apretó la mano y señaló a mi derecha con la cabeza, lo vi y grité. Caminaba tan despacio, despacio, con esas patas tan cortitas y las púas echadas hacia atrás. Pasó a un metro de mí, ignorándonos, cruzó el camino de grava y se metió bajo un coche. Estuve tumbada un rato en el suelo, boca abajo, con el cielo iluminándose cada dos minutos, yo conteniendo la respiración. Pero no.

martes, 6 de mayo de 2008

Racing rat

Llegó sucia, con rastas, abandonada, vilipendiada y triste. Al principio me costó que se adaptara a una nueva vida de lujo y mimos, de hojas de lechuga iceberg y dos limpiezas semanales, dos paseos al día y recorte de puntas mensual. Pero ahora, já, ahora se nos ha vuelto una déspota, una exigente, toda una caciquilla, mi rata.
Salgo a buscarla a la terraza lanzando sonoros besitos al aire, y asoma su carilla de roedora por entre los maceteros, olisqueando el peligro, cerciorándose de que sea yo y no un halcón o un águila imperial la que emite esos sonidos. Una vez convencida, pumpumpum, mueve su culo de panadero hacia mí mientras me responde con tres o cuatro gritos irritantes.
Al llegar a su jaula, la poso suavemente sobre su cueva de madera, pero ella no tiene paciencia ninguna, ya no, y se pone a mordisquear los barrotes inmediatamente. ¡Lechuga, perra, tráeme mi lechuga!, está diciendo. Nadie más la oye, pero yo sí, y me río. Y como otra cosa no seré pero obediente un rato largo, pues allá voy, sin perder ni un segundo, hacia la nevera del taller. Arranco una hoja, la corto a trozos medianitos, y cuando llego ya me está esperando de pie, moviendo la nariz con las manitas a la altura de los dientes. No da saltos porque está redonda como una pelota. De entre todos los pedacitos, escojo el más oscuro, de la puntita de la hoja, que es lo que a ella le gusta. Pero es que la lechuga ya lleva un par de días siendo deshojada y esas puntas ya no son tan oscuras, tan apetecibles. Así que huele lo que le ofrezco, me mira, olisquea de nuevo y me vuelve a mirar, incrédula. Le vuelvo a ofrecer el mismo trozo, es lo mejor que tengo... lo siento... y casi me parece oír cómo chasquea la lengua, condescendiente. Así que la agarra, venga, va, trae... e inmediatamente la escupe al suelo de la jaula y se me queda mirando otra vez. Ahí va el resto, al plato, le digo, y le cierro la puerta.
Y da un saltito, o más bien se deja caer, mirándome de reojo. Pah... si es que soy demasiado benévola contigo, escoria, dice mientras da un dramático golpe de efecto con su flequillo cardado.

jueves, 24 de abril de 2008

Sangre cuajada de primera división

Aquí una que es de baja ralea y hasta de antepasados comunistas.
El 75% de mi familia inmigró a esta Ciudad Condal desde Andalucía, y el 25% restante proviene de un pueblo minero asturiano. Durante la Guerra Civil, unos huyendo del hambre, otros de la pena, otros sencillamente de los nacionales, acabaron con sus huesos aquí. Y mi abuela materna vivió en una barraca en el mismo barrio donde ahora vivo yo, y limpió escaleras y se deslomó viva. Y su marido, que pasó de ser el señorito Manuel a Manolo a secas, se sumió en un singular síndrome de Diógenes que le llevaba a recuperar las cosas más variopintas de los contáiners de la ciudad y fabricar con ellas los objetos más impensables, desde carteras hasta marcos de fotos; el reciclaje llevado hasta sus últimas consecuencias. Y luego se compró un huerto en las afueras y lo cuidó hasta que se murió.
Con esto quiero decir que yo he recibido una educación más bien de izquierdas, solapada por los razonamientos ilógicos de mi padre heredados del militarismo del suyo; pero de izquierdas al fin y al cabo. Con ese sentimiento arraigado de que los que tienen dinero son de derechas, y si son de derechas no pueden ser buenos. Orgullo obrero. Absurdo, sí, pero qué difícil es luchar contra los prejuicios de uno.
En fin, toda esta perogullada no es sino un preámbulo sin sentido para anunciar lo siguiente, como si fuera necesario o le fuese a importar a alguien: a mí, los tíos, cuanto más dejados de la mano de dios, mejor. Guarros, desgarbados, pálidos, pordioseros. Pintas. Con estilo, claro. Lo sé, lo sé, soy de lo peorcito, pero es que mis hormonas se revolucionan cuando un piojoso guapo se me pone por delante, aunque en esta ciudad mía la mitad de los seres a los que me refiero lo son por pura pose. Da igual.
Pero como tengo este lado rebelde incontrolable, esta furia revolucionaria que me late dentro y que me ha llevado a hacer las cosas más absurdas que os podáis imaginar… hay algo que me cautiva y contra lo que no puedo luchar, y aquí llega la sección reivindicativa que tan abandonada he tenido pensando en las musarañas rubias. La realeza. Por mis huevos troyanos.
La realeza, lo rancio, la sangre azul, con un envoltorio atractivo. Un packaging de diseño. Una escoba metida en el culo de un ser bello, con olor a alcanfor y joyas de la familia en la alcoba de su madre. Un crápula, trasnochado, cuya mayor preocupación banal sea dónde atracar el yate el próximo verano o cómo evitar que los paparazzi le pillen metiéndose una raya de farlopa. Es que solo de pensarlo se me eriza el vello.



El duque de Feria. Rafael Medina. Rafa. Con ese pasado, con ese padre pederasta y suicida. Con esa nariz y esos mocasines de terciopelo con borlas que luce orgulloso (¿Qué pasa? ¿Qué les pasa a mis zapatos? Pero si son súper normales, ¿no…?) en las páginas centrales del Hola cada vez que acude a una fiesta. Con esa nariz de platino, la virgen santísima.





Los hermanos Casiraghi. Andrea y Pierre. Pierre y Andrea. Andrea y Pierre no son humanos, son los seres más hermosos del planeta, son guapos hasta matarlos.






Andrea, Andrea es… perfecto. La sangre que corre por sus venas no es solo azul sino vampírica; Andrea Casiraghi es Lestat, ni más ni menos.



















A su hermano pequeño, Pierre, dan ganas de secuestrarlo, atarlo a los pies de la cama y hacerle pasar hambre y penurias hasta que su mirada se vuelva un poquito más malvada, hasta que se le borre un poco esa apariencia de sufrir lo que solo puede haber sufrido un Casiraghi.



















Andrea, en cambio, está en su punto justo de cocción, al dente, con el nivel de aparente hijoputismo perfecto para aliñar ese físico perfecto. Esa mirada. Perfecto, perfecto, perfecto. No se me ocurre otra palabra, y me pasaría el día dándole al google images como una puta energúmena. Ah, y su novia es fea y vulgar, o vulgar y fea.







El príncipe Harry. El príncipe Harry es monísimo, aunque sea pelirrojo y eso conlleve tatuarse un botón en la palma de la mano. Es un gamberro, la oveja negra, el que siempre la caga. Al lado del pavisoso cabezapepino de su hermano, es la alegría de la huerta. Sale de fiesta, se viste de nazi, se pilla los pedos, se va a la guerra. Por joder. Y es inglés; por el amor de dios, ¿acaso puede alguien ser más inglés que el mismísimo nieto de la reina? Además, no reinará; let it be, let it flow. Tira p'alante.

















God save the Prince.

Si mis abuelos levantaran la cabeza.

lunes, 21 de abril de 2008

El amor apesta, sí, pero yo más

Y no hablo de mi poca querencia a la higiene personal, no. Es que yo tengo un pozo dentro de mí, un agujero negro que absorve todo lo malo y que no me permite estar triste. Qué suerte, diréis. Pues sí, no lo voy a negar, aunque alguna vez me ha llevado a pensar que en realidad lo que soy es mala, más mala que la tiña.
El caso es que ahí lo llevo, dentro, escondidito donde nadie lo vea, donde no lo vea ni yo, que a veces luego he intentado encotrar algo ahí dentro y no ha habido manera. Lo mismito que en mi habitación; de repente un día, sin querer, levanto una camiseta y aparece lo que había estado buscando como una loca, y me quedo de pasta de boniato. Pero es que es sin querer, me sale solo, como un eructo tras un sorbo de cocacola; yo estas cosas no las sé provocar. Y ayer vía skype parecía casi como si yo le hubiese escrito el guión, casi. Y aunque ese casi tiene un tufillo a suicidio emocional que echa para atrás, está bien; bueno, vale, de acuerdo. Iré el mes que viene, y probablemente accederé a esa otra semana.
Y si todo va mal, si vuelve a joderme viva, si vuelve a ser cruel (sin querer también, como otro eructo de refresco con gas; que si no de qué), pues lloraré otra vez. Me mesaré los cabellos como una plañidera griega, le cantaré una saeta a la virgen, me rasgaré las vestiduras como un gitano y clamaré al cielo en busca de un por qué que obviamente no encontraré. Y luego, cuando todo haya pasado, buscaré otro verdugo. El vecino de ojos azules al que acabé rechazando, o cualquier otro niño mono que se me ponga por delante.
Si, en el fondo, las cosas están más claras que el agua clara.

jueves, 17 de abril de 2008

... cuatrocientos uno...


El domingo por la tarde, mientras intentaba maquillar ante el espejo los surcos que la interminable noche había dejado en mí, cantaba esta canción en voz alta. Él iba y venía, recogiendo sus cosas, pero a mí poco me importaba ya. Es lo que pasa cuando no tienes nada que perder.
Tampoco me había importado antes levantarme en la penumbra, separarme por un momento del refugio en que con el paso de las horas, y horas, y horas, se fue convirtiendo para mí el estucado de la pared, y vomitar, en un vano intento de que la tristeza que parecía estrujarme las tripas saliese por mi garganta rebozada en bilis. Parecías tan inofensivo, y me has roto el corazón como hizo el chico malo andaluz. Entonces tenía dieciséis años, ahora tengo treinayuno, pero aquí dentro todo sigue igual. O no, porque tampoco me importó decirle eso.
Y no me sirve no entenderlo, ni me sirve explicarlo y que todos me digan que no lo entienden, que me den sus teorías. Tampoco que él me diga que tampoco lo entiende y que busca la suya propia. Ni siquiera tener la mía, me sirve. Yo quisiera dar marcha atrás y que este fin de semana no existiese; alargar un poquito más la enésima llegada del lado oscuro. O, si eso no puede ser, que me mienta, que se invente algo capaz de hacerme decir de acuerdo, vale, está bien. Un miserable arrepentimiento electrónico no es suficiente tirita.
Y le echo de menos de una manera terrible, dolorosa, muchísimo más dolorosa que cuando lo único que echaba de menos era su cuerpo desgarbado y su pelo rubio y su cara que no es tan bonita. Le eché de menos el sábado por la noche cuando estaba en mi cama, y el domingo por la mañana cuando seguía en mi cama, y un rato después, mientras follábamos, también le estaba echando de menos. Pero lo único que me queda es una cuenta en números rojos; una línea telefónica cortada por falta de pago, bonito recuerdo. Un billete a Berlín para el mes que viene cuya finalidad he sopesado miles de veces ya, mil y una si contamos la que ha vuelto a acontecer hace cinco segundos cuando he comprobado que de nuevo tenía un email suyo.
Al final resulta que lo que más me gusta de las pocas personas que me gustan es lo que acaba jodiéndome hasta lo más hondo.

lunes, 7 de abril de 2008

Saeta

Echarse un novio en el extranjero sale carísimo. Que las compañías de low cost están muy bien, y que una ya no paga alojamiento, ni de los baratos, en la ciudad, sí. Pero coño, ahí está, menguando la cuenta sin que te des ni ídem. Y si vives en la puta ciudad que vivo yo, tampoco te sale mucho más barato que venga él, que a la que visitas la catedral, vas al parque de atracciones y te tomas dos mojitos, tu camiseta del mes en h&m se esfuma cual aparición fastasmagórica. A eso añádele un coche; que te dé miedo desencajarlo del parking no quita puntos, ya aviso. Pues eso, añádele un coche, estate un año y pico sin llevarlo al mecánico y luego ves a que te haga una revisión rutinaria para irte a una boda a Valdepeñas, verás ante tus ojos ochocientos cuarenta y cinco euros pasar, como en el refrán pero más hijoputa. Más la boda, claro. Que se case tu Mari Loli es mucho casar, así que tiras, tiras.
Y un día estás hirviendo pasta y arroz en cantidades industriales; tú, que naciste con vocación de astronauta nada más que por esa comida en polvo que tan buena solución te ha parecido siempre. Ni cervecitas para casa compras siquiera. Si un día vuelves de un fin de semana y te encuentras con el jodido lunes sin un mísero túper que llevarte a la boca, te vas al súper a por un bric de puré de verduras, que tienes para dos días, y a los filipinos de los platos preparados ni los mientes, que sale muy caro. Y renuncias mentalmente al festival alemán en julio, y a la camiseta del mes de h&m de los próximos diez años.
Pero, ¡ja! Ni por asomo piensas renunciar al festival para el que tu amiga te regala, de una manera totalmente altruista, que eso lo sabes, la entrada. Ni a averiguar este verano si el rubito merece tanto despilfarro, tampoco. Si no, apaga y vámonos.

sábado, 22 de marzo de 2008

Domingo de procesiones II, mis domingos.

Leo este post de B. y de repente, sin querer, un mogollón de recuerdos vienen a visitarme. Porque yo he vivido siempre, siempre aquí, en este barrio, en esta casa, cerca de ese parque. Y a ese parque íbamos a bendecir la palma cuando éramos pequeños.
Mi tía Angustias me había hecho un vestido, o mi abuela Leocadia se había dejado media pensión en comprarme uno en la tienda de la Fina. No mi tía Fina, otra Fina que había antes aquí, donde ahora está la agencia de viajes. Mi hermano llevaba pantalones cortos y calcetines altos y un chichón en la cabeza; mi hermano siempre llevaba chichones porque tenía la costumbre de darse cabezazos contra la pared para castigar a mi madre cuando ella le reñía por algo. Yo me reía, pero cuando ahora lo pienso la verdad es que me parece raro de cojones, el niño, menos mal que la psicopatía desapareció en algún momento de su niñez. Yo siempre tenía celos de él, claro, siempre los tuve. Yo era la hermana mayor, coño, la nena, y tuvo que venir el mocoso, que además era guapo y gracioso hasta decir basta, y quitarme el protagonismo. En fin. Pero para esa época, la época que estoy recordando ahora mismo, cuando yo tenía ocho o nueve años y él tres o cuatro, ya se me había pasado un poco. Pero entonces llegaba el día de la palma, cuyo significado real no me interesaba en absoluto, pero que consistía en ir al parque, delante de la iglesia (nunca dentro, nunca, que mi afición por los interiores eclesiásticos llegó luego, por entonces el cristo que había nada más entrar a la izquierda, con aquellos ojos de cristal, me aterrorizaba. Yo le decía a mi abuela, pero, si la gente le quiere tanto, ¿por qué lo ponen así? Que le duele, yaya, mira qué cara pone. ¡Está llorando! ¿Por qué no lo bajan de ahí? Y ella, como si fuese la cosa más normal del mundo, me decía, es que Jesús pagó por nuestros pecados, nena, y lo hizo así, muriendo en la cruz. Y yo no podía imaginarme qué pecado podría haber cometido mi abuela Leocadia en su vida, y mucho menos yo, para que nadie tuviese que estar en una postura tan incómoda y dolorosa para el resto de la eternidad), y picar con los palmones en el suelo. Yo nunca tenía palmón, por eso estaba celosa. Yo era la nena, y la nena tenía palma, una palma fina y delicada, con polluelos amarillos colgando y trenzados complejísimos con la que, desde luego, no se podía picar. Alli estaba yo, con mi vestido nuevo y mis zapatos de charol ortopédicos porque torcía los pies, con los calcetines calados que llegaban justo hasta debajo de la rodilla y dejaban una marca que luego picaba; allí plantada, con aquella palma que no servía para nada más que para olerla, qué bien olía, viendo cómo mi hermano y mis primos pequeños competían por ver quién destrozaba más trozo de palmón. Qué injusta me parecía la vida entonces. Así que no me quedaba otra que esperar a que todo acabase y llegara el momento de ir a hacer el vermut a la bodeguita que había más arriba, junto a la antigua fábrica de cristal, esa que hoy es solo una fachada hueca que esconde un parquing detrás. Y comíamos Fritos, ganchitos, olivas y gambas saladas encima de los barriles altos que hacían las veces de mesas, y bebíamos cocacola con cafeína porque la cocacola sin cafeína todavía no existía. Y luego jugábamos a fútbol con mi padre en el descampado de atrás, con el vestido y los zapatos ortopédicos de charol, cuando mi padre todavía no era un ciborg y sus dos caderas eran de hueso de verdad.

jueves, 20 de marzo de 2008

Quiero hacerte feliz porque sé que ya lo eres

Aunque me hiciese la chula mirándole fijamente, aunque yo sonriese todo el rato y él volviese a tartamudear un poco intentando pedir lo que yo ya sabía que quería, la verdad es que casi me muero de vergüenza. Vulnerable. Sola en el cuarto, viendo su habitación que está tan lejos, su cama, sus dibujos en las paredes, su ropa en el suelo, entre bromas y risas y frases que no venían a cuento, accedí a complacerle; encantada, lo que tú quieras. Y fue tan excitante y divertido que esta mañana iba en el metro sonriendo y levantando los hombros, y ni siquiera he notado que el mp3 ha parado en algún punto del trayecto al trabajo. Solamente al quitarme los auriculares para entrar me he dado cuenta de que hacía mucho que Beirut ya no cantaba.




El chico alemán no pone cara de imbécil, ni tampoco cara de no entender nada, que es casi peor. Por más atención que preste no consigo escuchar los engranajes de su cerebro acoplándose y reseteándose. Se ríe, y luego me ignora. O se ríe y luego me arrincona contra una pared de un museo. Y después de comernos un bocata de tortilla de patatas con pan con tomate, bajo un sol débil pero deslumbrante, sentados los dos en los escalones de un embarcadero del Moll de la Fusta, se coloca y se recoloca y se vuelve a colocar el pelo detrás de la oreja para preguntarme si quizá, si maybe, soy something to be considered as his girl... or something like that... Y es porque es frío y brillante como un bello ciborg que no salgo huyendo sino que me arranco el corazón mientras todavía late y se lo doy, todo para él, que a mí no me hace falta ninguna. Y él que se lo dé a sus zombis, que lo guarde en un túper o que haga con él lo que le salga de esos huevos tan rubios que tiene, que lo que tenga que ser será.

lunes, 10 de marzo de 2008

Grupismos

El viernes por la tarde dormitaba en un tren, mi cabeza apoyada en un hombro alemán. No estaba exactamente dormida, sino en duermevela, ese estado en el que eres impermeable a casi todo pero del que cualquier cosa con cierto nivel de interés puede sacarte en un momento dado. Y así fue.
Dos chicos catalanes en sus veintenas se sentaron cerca de nosotros, uno ante mí, otro en los asientos contiguos al mío. Hablaban entre ellos, pero yo no les prestaba demasiada atención; había abierto un ojo cuando me habían hecho bajar los pies del asiento y no habían despertado mi interés en absoluto. De repente se produjo la siguiente conversación:
- Ah, ostres, mira, et volia ensenyar això... Busca, busca... jejejejeje...
- Hmmm... osti tu, però si estàs aquí!
- Sí, tio, sí. Allà, al Palau Sant Jordi. Va ser al·lucinant. Van tirar globus, paperets de colors... increíble. Jo, quan vaig veure la foto, primer em va fer ràbia, perquè surto mirant cap a dalt, però després vaig pensar: què collons! Això és històric!
- Què guai, tio. Jo no hi vaig poder anar, quina ràbia...
Llegados a este punto, no pude resistirme más. Abrí los ojos, dispuesta a encontrarme con un Mondo Sonoro, o yo qué sé, que al fin y al cabo la conversación y el tono eran muy similares a los que yo podría emplear explicando a alguien aquella vez en que fui a un concierto de The Horrors y Farris me abrazó en medio de una canción.

martes, 26 de febrero de 2008

El gusto es mío

Yo tengo un gusto exquisito, mis gustos son cojonudos y además me encanta compartirlos con los demás, soy más pesada que una vaca en brazos. Cine, literatura, música, hombres, mujeres, humanos en general. Ropa, con la ropa es que me salgo. Soy buenísima combinando colores y estilos, por eso casi nunca tiro nada, que a un jersey raído le hago un par de zurcidos allá y acullá y le planto una camiseta de manga corta encima y soy la más cool del lugar. Qué pasa. Óscar Moon, qué pasa.
Solo tengo un punto débil, mi talón de Aquiles: la decoración. Y es que no sé, no sé. Yo me lo noto. Luego voy por ahí y sí sé reconocer lo que mola y lo que no, pero a la hora de ponerme a pensar cómo quedaría mejor un espacio vacío pierdo el oremus.
Cuando me separé, mi habitación de divorciada empezó a darme claustrofobia, me ahogaba. Así que a la semana siguiente, con la ropa de mi exmarido aún dentro del armario, saqué los pósters de películas y las fotos y me fui derechita a la tienda de pinturas a por el rosa chicle más fresa ácida que tuviesen. Y un poquito de negro también. Después, como lleva pasándome toda mi puta vida, mi entusiasmo inicial se acabó quedando en agua de borrajas y no hice nada, absolutamente nada más. Bueno, compré cosas, eso sí. Unos pocos metros de encaje negro para hacerme unas cortinas, unos ganchitos para colgar la ropa que me quito por las noches pero que no apesta demasiado, un contenedor para la que resulta insoportable, unos muebles zapateros, una lámpara de lágrimas.
Ahora, impulsada por la inminente visita de mi teutón, me he puesto las pilas, y de qué manera. A mí es que me tienes que dar una buena excusa para hacer algo, soy procrastinadora, o procrastinante, no sé, por naturaleza. Y la cosa es que ya está, ya he acabado, mi habitación ya es mía. Una habitación de princesa. Y me encanta, me súper encanta. Creo que no estaba tan orgullosa de mí desde que me fui de casa del tontaco de P. sin follármelo antes. Hasta he hecho yo solita un agujero en la pared.

martes, 5 de febrero de 2008

Estando las cosas como están

Me digo a mí misma: venga, escribe algo aquí, entra a sacar el polvo ni que sea... Y no es que ya no me fije en la gente, no es que la humanidad haya dejado de parecerme imbécil y sorprendente a partes iguales, sorprendentemente imbécil podríamos decir. No es apatía sino todo lo contrario: por primera vez en más de un año he sido capaz de leer un libro entero, estoy estudiando alemán, hasta he escrito un par de páginas del proyecto que tengo en común con B. Pero el rollo del blog es diferente, porque si algo sé tras los años que llevo con blog es que luego me releo y me muero de vergüenza. No siempre, solamente cuando me pongo cursi o sensiblera. Así que mi estado actual no es ni de lejos el adecuado para proponerme dejar algo plasmado aquí.
Porque es que si lo hago tendré que hablar otra vez del chico alemán, del fin de semana que he pasado en Berlín con él. Tendré que explicar lo fantástico que sigue pareciéndome; lo inteligente, lo ingenioso y lo frío que es. Tendré que relatar el encuentro en el aeropuerto, los segundos eternos mirándonos muy cerca, todo lo que nos permitían los centímetros que nos separan, y yo hablando sin parar, tartamudeando casi, hasta que el primer beso me hizo callar de una puta vez. Tendré que contar cómo tenía que esforzarme para no quedarme mirándole absolutamente embobada (y nunca esta palabra tuvo un sentido tan literal) mientras él charlaba con sus amigos, allí, en su hábitat natural. Cómo de repente era consciente de mi cara, la cara de quien tiene una aparición mariana, y tenía que obligarme a desviar la mirada con un carraspeo. Tendré que describir el escalofrío que sentí cuando el sábado por la noche, ajenos ya al concierto punk que tronaba en la sala contigua, totalmente inmersos en nuestra competición privada de a ver quién se acaba antes la cerveza, me dijo muy serio, muy sobrio, muy alemán: ok, and now, I'm gonna tell you something nice. Are you ready? Y también que no, que no lo estaba. Tendré que referir las bromas absurdas, cute Piticli; fosas comunes para gambas judías; you're so stupid; I'm a fucking princess; maybe you should start to vomit again, fattie. Tendré que buscar las palabras adecuadas para intentar definir el sentimiento que me sobrevenía a cada rato, los dos en el colchón tirado el suelo, rodeados de ropa sucia, de libros, de pedazos de una vida que en realidad me es ajena y que, incomprensiblemente al menos para mí, se me antojaba por momentos tan conocida, tan digna de confianza. Y claro, tendré que hablar de la certeza que me sobrevino nada más decir bye de que éste va a ser el febrero más largo de todos los febreros de la historia.
Así que no, no, no pienso hablar de él, que una ya tiene una edad o dos, un bagage emocional y una reputación que mantener.

jueves, 17 de enero de 2008

El amor me sienta tan bien

La última vez que me duché era domingo; ayer mi sobaco olía a rata muerta. A hombre. No me he cambiado de pantalones ni de sujetador en toda la semana. Qué coño, en toda la semana no, la semana pasada ya llevaba estos pantalones; volví de Berlín con estos pantalones. Anteayer dormí en el sofá y ayer me acosté, sí, pero vestida. Con Los Pantalones.
Disimulo, me lavo como un gato por las mañanas, me pongo cera en el pelo para que la gente normal piense que el efecto final es el que yo buscaba; me quito los restos del día anterior y vuelvo a ponerme rímel y colorete.
Solamente me acuerdo de desayunar, por la mañana sí tengo hambre. El resto de comidas del día, o me las recuerdan las circunstancias o se me pasan.
Y así por lo menos quince días más, ya lo estoy viendo. ¿Sobreviviré el tiempo suficiente para volver a Berlín o me consumiré antes? ¿Lograré mantener mi empleo? Yo me duché el domingo. Yo el lunes. Pues gano yo. Bueno, ya veremos, yo aún no me he duchado.

lunes, 7 de enero de 2008

Mi cabeza ha hecho catacrocker en Berlín porque...

... me he enamorado. Catacrocker. Me he enamorado del chico alemán. Me he enamorado de Timo. Y me he enamorado porque:

sus ojos son azules, enormes y tristes; cuando quedábamos, excepto la última noche en la que yo me lancé directamente a por él porque a esas horas ya le estaba esperando como a agua de mayo y ni siquiera veía a los chicos guapos que estaban a mi alrededor, hablábamos durante horas antes de darnos ni un solo beso; su postura y manera de moverse son extrañísimas ambas; es dulce y encantador; me llevó a un club en la parte oeste donde ponían música indie y me arrastró a la pista de baile cuando sonó The Knife; le gusta ducharse incluso menos que a mí; entiende mis bromas y se ríe con ellas; es tan inocente que es capaz de decirme mirándome a los ojos que le ha hablado de mí a sus amigos y que he really likes me; ha hecho una canción con una base acústica y los ruidos de la puerta de su habitación, la de la sala de estar y el tendedero abriendo y cerrándose solo para entretenerse; su pelo es rubio, because he's German, y se lo corta él mismo, aunque en realidad parece que se lo haya mordido su perra Nelly; es diseñador de videojuegos para móviles y no tiene móvil; entendió perfectamente qué eran nuestros Testimonios (I'm never cold because I'm blond... and German); cree que la gente, incluido él, es mala; es capaz de reirse de mi humor más negro negruzo; tiene unos calzoncillos para salir a la calle (the warm ones) y otros para estar por casa (the comfortable ones), aunque en realidad son iguales; compartió su bufanda conmigo cuando yo perdí mi chal definitivamente, y me arrastraba por las calles desde su cuello treinta centímetros por encima del mío; la última mañana me lanzó un billete de diez euros como pago por los servicios prestados; cuando le dije que estaba empezando a sospechar que en realidad no tenía amigos me dijo que sí los tenía, y que le era indiferente si los demás podían verles o no porque él estaba seguro de que le querían; se pone camisetas mohosas para dormir; odia a los punkies porque siempre llevan cachorros, nunca perros viejos; su habitación es un caos absoluto; cuando le dije mi edad ni siquiera pestañeó; tartamudea cuando no encuentra la palabra en inglés que está buscando; he's shy; es un fumador pasivo excelente confeso; vive en un edificio precioso con molduras en los techos y con un ventanal desde el que se ve la nieve caer; se ríe de mí porque siempre pierdo algo, porque se me olvida comer, porque me emociono cuando nieva... porque sí; le parece lo más normal del mundo que duerma en la cama con mis dos perros; vive lejos y así es muchísimo más fácil, dónde va a parar, mantener la ilusión de que es absolutamente perfecto; he's German; me iba colocando encima de escalones para no coger tortículis al besarme (hello, my name is O. and I'm short... because I'm Spanish...); lo único que dijo cuando le solté que estaba enamorada de Pete Doherty fue aha, the one with Kate Moss, the drug addict guy... do you want another beer?; besa de puta madre, esa clase de besos que te hacen olvidar que estás a doce grados bajo cero; cuando estaba durmiendo y yo le puteaba porque ya estaba despierta y me aburría me cogía fuerte y fingía seguir durmiendo... pero no, claro; su tatuaje es aún más raro que el mío; cuando contesta al teléfono dice hallo (alló)... because he's German; no soltó ni una frase grandilocuente; está delgado, delgadísimo, ñam; su habitación está llena de libros, en las estanterías, amontonados en el suelo, sobre las mesas... pero no le gusta pensar porque cree que es la única manera de ser feliz; no empecé a notar los efectos del gripazo que se estaba gestando en mí hasta que salí ayer a las dos menos diez por la puerta de su casa...
Y seguro que por mil cosas más, pero ésta es toda la claridad mental que la gripe me permite ahora mismo. Y seguro que por mil cosas menos también, pero en estos momentos eso me la pela.
Y porque me siento lo suficientemente bien como para mandarle un email al día siguiente diciéndole que, definitivimante, dos meses son demasiado tiempo.

viernes, 28 de diciembre de 2007

El destino deletreado en un firmamento de cromo barato

Las películas de aventuras, de brujas, niños elegidos, animales fantásticos y objetos increibles... me devuelven un poco de fe. Hay una esperanza de que todo se arregle; cualquier cosa es posible si aprietas los ojos mucho, mucho y lo deseas con todas tus fuerzas; y tras un largo viaje, una odisea llena de peligros pero también de las mayores sorpresas, llegaremos a nuestro destino, al que teníamos que llegar y no a otro. Y entonces todo tendrá sentido y además estará bien.

miércoles, 26 de diciembre de 2007

Cuando pase hoy, voy a tener reservas calóricas para un mes

A mí la navidad no es que no me guste, es que me da pereza. Madre mía, qué pereza me da. Trabajo más por el mismo precio, hay que ir a comprar cosas al centro junto con millones de personas, tenemos que recorrer los sesentaypico kilómetros que hay hasta casa de mis padres y quedarnos a dormir.
Pero tienen su lado bueno. Están los regalos que haces y te hacen, eso mola bastante. Luego está la posibilidad de cenar y comer tres días seguidos con mis dos primas, que tengo dos primas como dos soles y no las veo casi nunca, y con sus padres, que mi tío es de esas personas totalmente adorables porque te hacen sonreir, no reir sino sonreir de medio lado, sin querer, sin hacer ni el más mínimo esfuerzo. Y, por supuesto, está la comida; el caldo de mi madre, los canelones de mi tía, los aperitivos.
Claro que desde que murió mi abuela materna las navidades nunca más han vuelto a ser lo mismo. Pero entonces, la noche del 24 hace su aparición la otra parte de la familia, la de mi prima la piyuli. Y viene mi tía Angustias, a quien solo veo de año en año y que habla con ese acento tan raro que ha adoptado desde que se fue a vivir con su hija a la parte cara de la ciudad, una mezcla de andaluz con pijerío, con unas eses exageradamente marcadas y unos participios inventados según suenen mejor en un momento u otro, que a mí me resulta enternecedor. Porque yo no puedo evitar visualizarla sentada ante la tele con mi abuela los sábados por la tarde, viendo los toros o la novela, o dándome tirones en el pelo para hacerme una trenza de raíz ('cago en to' lo que se menea, nena, coño, estate quietecica ahí), o tomándome las medidas para coserme un vestido con lazo y nido de abeja. La nena, ésa soy yo.

lunes, 24 de diciembre de 2007

Yo no es que sea rara, soy simplemente complicada

Hay que ver, hay que ver. Volví de Madrid desinfladilla tontamente hablando, otra vez. Después de haberme visto a mí misma tramar un plan complicadísimo para no tener que darle mi número a Telémaco, para huir de él lo más rápidamente posible, llegué a la conclusión de que, total, de lejos todos los gatos son pardos y un amanecer y cuatro emails graciosos no hacen primavera; seguro que al final el chico ario me acaba decepcionando.
Pero solo falta que se tire más de una semana sin escribirme para que el gusanillo asome de nuevo la cabecita. Y si encima cuando lo hace me dice que tiene ganas de comprobar si nos odiamos al vernos... pues la emoción vuelve por navidad.

sábado, 22 de diciembre de 2007

Ya nos echaréis de menos. Y si no es que sois rematadamente imbéciles

Estos días que llueve y hace tanto frío, qué lástima me dan las bicis del bicing. Ahí aparcadas en plena noche, con la que cae, como caballos a la puerta del saloon. Por no hablar de cuando se las llevan en el remolque, atadas por los bracitos unas pegadas a otras, hacinadas, con sus partes pudendas expuestas a la vista de todos, sin una mísera lona que las cubra.

Los pececillos naranjas nadaban despacico bajo la capa de hielo del lago de El Retiro


Me reí como una condenada cuando llegué a nuestra pensión y les expliqué a mis compañeras cómo, al coger un taxi al vuelo saliendo de su casa, le grité al chico griego ¡Telémaco, que me voy! De hecho, a día de ayer, todavía nos despedimos así entre nosotras. Y también mientras L., con ese castellano suyo totalmente palatal, mantenía una conversación a dos bandas con el señor del puesto de tebeos antiguos de El Rastro, por un lado, y su padre al móvil por el otro, traduciendo las descripciones que éste le iba haciendo para encontrar la colección exacta de la que le faltaban un par de números... ahí casi me meo. O cuando le preguntamos a aquel otro señor por el precio del poste metálico que estaba perfectamente camuflado entre los cachivaches de su tenderete, tras haberse pegado L. un atracón de ellos, de esos que llegan a la altura de la cadera y que están repartidos por toda la ciudad para evitar, digo yo, que vayamos cayendo uno tras otro a la calzada (M. es que es más discreta, pero éramos tres iniciales en Madrid) .
Pero qué difíciles de pasar por alto son los matices, eh. Yo lo consigo, pero siendo consciente del esfuerzo. Es que compartir la percepción de los matices marca la diferencia de una manera asombrosa.

miércoles, 12 de diciembre de 2007

Perestroika, una metáfora sobre J.

Cuando visitamos la Berlín del muro nuestro guía fue J., un chico más majo que las pesetas. Nos tuvo casi cinco horas con aquellas temperaturas recorriendo la ciudad, no dándonos datos sino contándonos una historia con argumento, con su inicio, su nudo y su desenlace, de manera que cuando llegó el momento de desvelarnos cómo el muro acabó cayendo rompimos en aplausos y nos contuvimos las lágrimas, más que nada por el temido efecto estalactita.
Al quitarse el gorro para entrar en el museo de la Stasi, descubrimos que J. era mono, mira por dónde, lo que le dio al rato largo que nos quedaba un punto más de diversión, si cabe. Y nosotras, que somos majísimas también, empezamos a hablar con él durante los trayectos entre parada y parada, preguntándole por detalles importantísimos que se le habían escapado en su narración y, cómo no, entrando en valoraciones personales. Y ahí la cagó nuestro J. Porque no se puede creer en la utopía cuando llegas a cierta edad y tienes tantísimos datos históricos almacenados y capacidad para hilarlos tan bien entre sí, joder. No puedes pensar que hay buenos y malos. ¿Cómo tener tan claro lo que está bien y lo que no?
No plantearte siquiera que tú puedas llegar a ser el malo. Si se diera la circunstancia, ése es el tipo de persona capaz de hacer lo que fuese por su idea del bien; a mí eso me acojona.

miércoles, 5 de diciembre de 2007

Fair play

Ayer cogí un taquito de post-its, les recorté la parte adhesiva, escribí los nombres de todas las hormigas (trabajadoras y reinas) que aquí habitamos y los fui doblando cuidadosamente. Cuatro pliegues cada uno, intentando que la parte escrita quedase en el interior de los mismos para evitar miradas tramposas, que aquí todo el mundo quiere regalar de hormiga a hormiga, y las reinas que se apañen entre ellas. Y no, claro.
Cuando los tuve todos listos, cuadraditos, con los dobleces idénticos, sin una esquinita que destacase más que otra, los introduje en una bolsa de terciopelo rojo.
Todos menos uno. El que contenía el nombre del niño de prácticas pasó directamente a mi bolsillo. Quien parte y reparte...

martes, 4 de diciembre de 2007

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Cuando puse punto final a nuestra relación estaba totalmente aterrorizada. El día a día fue fácil, seguir adelante fue fácil, follar con niños guapos fue fácil. Pero luego una tiene que quedarse a solas consigo misma y luchar contra ese enorme vacío. Aprendí muchas cosas en esos diez años, pero sin duda la lección más valiosa para mí fue ser capaz de mostrarle a alguien lo vulnerable que soy; fue a partir de ese momento cuando dejé de vomitar(me). Durante todo ese tiempo, cada vez que me sentí así no tuve más que agarrarme fuerte fuerte a él, hundir mi metro sesentaytres en su metro noventa y esperar a que todo pasara. Y todo pasaba, y por un rato era como soltar todo el oxígeno y disfrutar de la cadencia de las cosas en lo profundo de una piscina.
Los abrazos. Perder los abrazos fue lo peor.
Ahora voy a su casa y le ayudo a recortar pósters de películas para forrar el armario de su nueva habitación. Ayudándole a redecorar su vida. Y mientras, él se muestra tan sincero, tan frágil dentro de ese metro noventa, tan pequeño como solo yo le he visto alguna vez. Y soy feliz. Soy feliz porque sé que lo que pica cura, porque una vez más alguien a quien quiero me ha demostrado lo fuerte y lo humano que puede llegar a ser. Me siento orgullosa de él. Y soy consciente de que si eso no funcionó, de que si esa historia de amor que fue perfecta durante tantos años no duró para siempre, ninguna lo hará. Pero no me importa, no me importa en absoluto. Porque entonces me siento en su cama, a su lado, y nos fundimos en un abrazo antiguo, un abrazo de diez años que ahora sé que no terminará nunca. Y luego entro en hotmail para ver si mi última invención ha dado un nuevo fruto.